Durante el verano la familia se iba casi todos los días a la playa, y a diario los niños veían a una viejecita que buscaba algo en la arena. Le fueron tomando confianza pero ella sólo les regalaba una sonrisa.
Los papás se sintieron un poco molestos porque no les inspiraba confianza.
Hasta que un buen día la viejecita dejó de ir a la playa y recién se descubrió que la mujer, en un intento de hacer algo que valiese la pena, recogía restos de vidrios para que los niños no se cortasen y pudiesen corretear felices.
Hay muchas maneras de sentir la alegría y la felicidad. La mejor felicidad no es el reconocimiento, sino el bien que generosamente hagas, aunque los demás no se den cuenta.
La mejor felicidad es hacer el bien por el bien mismo. No es la que cobras y te pagan al día, sino la que los demás ignoran pero tu corazón reconoce.
La mejor felicidad no es la que se publica en las primeras páginas, sino la que tú escribes en las páginas de tu corazón. La mejor felicidad es fruto de aquella bondad
que nadie conoce hasta que sienten su falta.
Hay muchos que buscan nada más que las alabanzas de los demás. Ellos nunca sienten felicidad por lo que hacen, se alegran por lo que reciben.
Tu mejor inversión es la que nunca vas a cobrar de los niños que juegan en la playa.
Sentirte feliz por lo que haces ya es suficiente recompensa.
¿Por qué esperar siempre a que los demás cumplan con su deber para que tú
puedas hacer el bien ahora mismo? ¿Por qué tener que institucionalizar siempre el hacer el bien? Esto le toca a aquel y esto le toca al otro.
La bondad es algo más que cumplir con las instituciones. Es fruto del corazón que está siempre por encima de todo.
¿Por qué para hacer un favor debo esperar a que tú me lo hayas pedido?
Con la bondad no se trafica. No se compra ni se vende.
El día que no tengas nada que hacer vete a la playa y recoge lo que puede ser un peligro para los demás. Luego, date un fresco baño, verás qué rica te sabe el agua
lavando el sudor de tu generoso servicio.
Autor: P. Clemente Sobrado