El arte de retirarse a tiempo y saber perder
   

El arte de retirarse a tiempo y saber perder



Retirarse a tiempo es una forma de aceptación. Este tipo de renuncia implica la decisión personal de no seguir invirtiendo recursos (tiempo, dinero o esfuerzo) en determinados proyectos de vida, porque ya no interesa, no conviene o se está harto. En otras palabras, esta renunciación puede definirse como el arte de darse por vencido, aun teniendo posibilidades de seguir luchando: es un acto de la voluntad.
La saludable aceptación del que dignamente reconoce que perdió la batalla o se equivocó y motu propio decide no seguir adelante. 

No me estoy refiriendo a las personas que resuelven morir por sus ideales o que combaten para salvar sus vidas. En este análisis me circunscribo al conjunto de batallas intrascendentes o mal-adaptativas en las cuales estamos sumergidos diariamente. 

Las personas que aprenden a renunciar a tiempo logran tres cosas importantes frente al futuro: en primer lugar, descargan el sistema de expectativas innecesarias; en segundo lugar, aprenden a perder; es decir, acatan los hechos y dejan de ilusionarse inútilmente; y en tercer lugar, descubren que las consecuencias nunca son tan horribles como las imaginaban, lo cual disminuye la catastrofización. En resumen, aprenden a enfrentar el miedo y a detener un poco el péndulo mental. 

La sana resignación es aprender a desprenderse de los resultados, pero no por inseguridad, sino por el firme propósito de no continuar en un conflicto sin sentido: "Ésta no es mi guerra". La renuncia implica salirse del combate, pero no por la cobardía del desertor que traiciona, sino porque no vale la pena. La esposa de un alcohólico, luego de intentar por años la recuperación de su marido, me decía con toda tranquilidad: "Me cansé de dar, dar y dar. Es un caso perdido. Ya no quiero, ya no es mi causa. Me cansé… Que haga lo que quiera". El agotamiento que acompaña a muchas personas renunciantes no es la fatiga de la depresión, sino un cansancio liberador, como si el organismo asesorara a la mente obsesionada y dijera: "¡No más! ¡Por Dios, reacciona!" No solamente el cerebro, sino la tibia, el peroné, el hígado y los huesos son los que se oponen a seguir. La paciente que acabé de reseñar logró su meta y se independizó psicológicamente de los tragos de su esposo, pero muchas otras personas son incapaces de desligarse de las obligaciones contraídas, aun no estando comprometidas afectivamente con ellas. No estoy hablando específicamente del apego emocional, al cual me referiré en otro apartado, sino de cualquier actividad donde estemos involucrados y no seamos capaces de decir: "No más, me salgo". 

Una de las causas de esta incapacidad la debemos buscar en la siempre bien ponderada esperanza. Aunque en muchas situaciones es lo último que debe perderse, a veces debería ser lo primero. Independiente de la meta, la esperanza que no se pierde, por definición, mantiene a la persona en el futuro. Si la situación lo amerita, por ejemplo ante un naufragio, la esperanza será adaptativa, pero si es irracional, como en un amor imposible, puede alterar completamente el equilibrio mental. Una paciente de 35 años, con un grave problema de soledad, estaba profundamente interesada en un compañero de trabajo, un joven de 29 años, con quién había salido unas cuantas veces hacía cuatro años. La relación, después de aquellos encuentros iniciales, se limitaba a lo meramente laboral, con algunos coqueteos esporádicos, miradas indiscretas y sonrisas sin importancia. Mi paciente había construido un verdadero castillo fantasioso con su compañero, pero no por amor, sino por ganas de jugar al matrimonio. El problema era que el juego le había tomado demasiada ventaja. Mientras ella soñaba al mejor estilo de Susanita la de Mafalda, su compañero salía con otras mujeres y había iniciado recientemente una relación con una mujer que trabajaba en la misma empresa. Durante tres meses pretendí, sin demasiado éxito, que apuntara su energía hacia algo más productivo, como por ejemplo a hacer nuevos amigos. Un día llegó a la cita totalmente descompuesta por la noticia que había recibido: el joven se casaba. Yo me adherí a su dolor, pero en realidad me sentí complacido. Aunque iba a sufrir mucho, ésta era la posibilidad de enterrar toda expectativa frente a él. Los hechos eran contundentes en demostrar que el muchacho no la quería. Para mi sorpresa, el pensamiento de mi paciente cogió otro rumbo. Su pregunta principal fue: "No entiendo qué le puede haber pasado". Yo le contesté que posiblemente el muchacho se había enamorado de otra, pero no estuvo de acuerdo: "No… Yo sé que no… Apuesto a que está embarazada… 

Algo raro hay…" Traté de coger el toro por las astas: "Creo que ya no hay nada que hacer ¿Por qué no aceptas que se acabó? Piensa lo que está ocurriendo: se va a casar. Si te quisiera, estaría contigo ¿No te parece que has estado disponible para él todo este tiempo? Perdiste; no siempre se puede ganar. Creo que llegó el momento de deponer las armas. Es más, creo que esta batalla nunca tuvo contrincante. Acéptalo, ya no hay de qué pegarse". Pero ni siquiera me escuchaba, estaba absorta en su mundo interior cavilando un nuevo plan de ataque, fundamentada en una esperanza totalmente irracional: "Estoy segura de que ese matrimonio no le va a durar mucho… ¿Qué cree que debo hacer?" Le dije: "Contéstame con sinceridad. Si él muriera, ¿qué harías?" Ella abrió los ojos y me respondió: "Me resignaría". 

La incapacidad de renunciación también hay que buscarla en la educación. Para nuestro sistema de valores, saber ganar es más importante que saber perder. La capitulación y el reconocimiento de la derrota siempre dejan un sabor amargo. No conozco ningún colegio que premie al mejor perdedor. No importan los atenuantes, casi todo acto de renuncia es mal visto y sancionado negativamente, como el capitán que no decide hundirse con el barco. Para gran parte de nuestra cultura western, la valentía es incompatible con aceptar tranquilamente el fracaso en la contienda y la negación a seguir peleando. No importa cómo ni por qué se pierda: perder siempre es malo. Nunca hay que tirar la toalla. Esta espada de Damocles colocada sobre nuestra honra, hace muy difícil aceptar el fracaso. Aunque debo confesar que en más de una ocasión la derrota ha producido en mí una calma especial respecto al futuro: un problema menos. Estar definitivamente out, es una manera de no tener que preocuparse ya por los desenlaces. 

Sin embargo, la tozudez crónica de no dar el brazo a torcer y morir en el intento, impulsa a las personas a continuar más allá de sus posibilidades reales. 

Una tercera causa posible está relacionada con ciertos rasgos de inmadurez respecto al manejo que se hace del placer y la comodidad. Hay personas que no son capaces de renunciar a lo agradable y no soportan la incomodidad. Por ejemplo, fui incapaz de convencer a un paciente hombre de que no fuera a pasar vacaciones a una casa donde no era bien recibido. Sus respuestas eran totalmente infantiles: "Pero la casa es hermosa", "no tengo dinero para irme a otra parte", "necesito unas vacaciones". La negación total. Todos los argumentos justificatorios eran egocéntricos: "Me gusta", "necesito", "quiero". Muy simple, cuando no se puede, no se puede, pero aquí se podía aunque hubiera que negociar principios y rebajarse. La corrupción no sólo se ve en las altas esferas. Otra paciente odontóloga, tenía serios problemas con la persona que le arrendaba el consultorio. Además de explotarla en el canon de arrendamiento y hacerle mal ambiente, le quitaba pacientes de la lista de espera. La situación se había vuelto insostenible y mortificante para ella. Cuando le propuse que se fuera de inmediato a otro consultorio disponible en el mismo edificio, se asustó. Le reafirmé que no tenía otra opción, y que aunque perdiera una semana o dos de citas, se justificaba. Ella me respondió que era mejor esperar un tiempo y dio la misma excusa tonta que suelen dar las personas incapaces de renunciar: "Ahora no es el momento". Lleva allí seis meses, bajo las mismas condiciones humillantes. En la vida hay que cambiar unas cosas por otras, y a veces incomodarse es la única forma. 

La mayoría de nosotros vive enfrascado en una gran cantidad de batallas cotidianas en las que no queremos estar, que ni siquiera son propias, y de las cuales deseamos independizarnos. Dimitir, abdicar, salirse de ellas, es quitarse una infinidad de preocupaciones dañinas y sacudirse del mañana inútil. Sufrir innecesariamente no es un valor rescatable. Hay que deponer las armas y solamente hacerse cargo de lo que verdaderamente es vital para uno. Por lo demás, no hay que insistir ni invertir psicológicamente en lo que no produzca paz. Cerrar el negocio a tiempo puede ser una gran idea para dejar de perder. Colgar los guantes y privarse de nuevos golpes es prolongar la vida. La renunciación, en cualquiera de sus formas, es un acto de redención. 


Si haces de la esperanza una forma generalizada de vida, tu mente quedará atrapada en el futuro y te perderás del presente. Haz una lista de las luchas que no consideras tuyas, de las que no te convienen, de las que estás cansado de insistir e insistir. Asume con pasión y amor lo que verdaderamente quieras llevar adelante y desecha esos viejos encartes que te asignaron con o sin tu consentimiento. Notarás que el mañana dejará de ser una carga impositiva. Aprender a perder es abandonar el campo de combate para no volver jamás; de cierta manera, es olvidar el futuro. Sé un buen perdedor y harás de la derrota una oportunidad para seguir avanzando sin tanta prisa. El que renuncia deja de esperar, por eso la resignación sana es ausencia de deseo y un paso a la sabiduría.





Extracto de "Sabiduría Emocional" – Walter Riso