Palabras mágicas
   

Palabras mágicas


Por Channing Pollock

Un viejo amigo mío, el poeta y periodista Charles Hanson Towne, se paseaba hace poco por la Quinta Avenida de Nueva York. Una mujer de rara belleza se disponía a atravesar la calle.

-Era de mediana edad -me cuenta Towne-. No la conocía ni de vista. Después de unos segundos de vacilación, no pude menos de decirle: "Usted perdone, señora. Creo que a mis años... No pensará que la voy a galantear... ¿Me permite, sin embargo, que le diga que es usted una de las mujeres más lindas que he visto en mi vida?"

-De seguro que te tomó por un chiflado -atajé yo riendo.

-Y tenía derecho. En cambio, yo, después de reflexionar un poco, pensé que nunca había obrado más cuerdamente. La mujer aquella se sonrojó de satisfac-ción. Estaba en esa edad en que todos necesitamos que se nos dé un poco de ánimo. Es cuando empezamos a sospechar que ya nadie encuentra agradable ni nuestra compañía ni nuestra figura. Y, realmente, el bien más grande que se nos puede hacer es devolvernos la confianza en nosotros mismos. No hay que escatimar, con inhumana sordidez, esas vitaminas del alma.

Le sobraba razón a Charles. Hasta los más modestos nos sentimos como premiados cuando se reconoce que poseemos tal o cual cualidad buena. Y lo que es mejor aún, nos esforzamos entonces por merecer el elogio. Todos atravesamos por esas horas melancólicas en que nos asaltan las mismas preguntas: ¿Hice bien, de veras, lo que me encargaron? ¿Estuve agradable esta noche en la visita? En esos momentos, una palmadita en el hombro tiene para nosotros la mirífica virtud de un bálsamo.

Nadie que se estime un poco ambiciona alabanzas que no merece, ni insinceras lisonjas. Pero eso es muy distinto de ver y apreciar el lado bueno de un amigo o compañero y ponerlo de relieve, en vez de dar a los cuatro vientos la otra verdad desagradable.

Si le digo. a mi mujer que tiene la cara y el cuerpo de una Cleopatra, miento escandalosamente y a buen seguro que ella no me lo cree. Si le digo, en cambio, que me parece bonita, me creerá. "Vaya, déjate de bromas... ¡Tan vieja y pesada que estoy!", medirá en son de protesta. Pero en el fondo pensará que el amor, lejos de ser ciego como lo pintan, ve lo que, sin él, sería invisible.

Me explico perfectamente lo que hizo una vez la mujer de un labriego. Se pasaba la vida cocinando, esclava de los demás quehaceres domésticos. Ni una palabra de elogio para la pobre bestia de trabajo. Hasta que un día puso en la mesa una fuente de heno. Los varones de la casa, atónitos, levantaron el grito. "No se sulfuren", dijo ella. "Como nunca me dicen ustedes nada, pensé que lo mismo les daba una cosa que otra".

Los empresarios de radioemisoras adoptaron la costumbre de dar acceso al público a los estudios, no con el propósito de anunciar más, sino porque los aplau-sos estimulan a los actores. No basta lo que uno "cree ser". Hace falta saber lo que los demás piensan de uno. En una tienda de Boston hay un cartel que dice: "Todos nuestros empleados son amables y competentes", ¿Quién es el valiente, pregunto yo, que a la vista de esas palabras se atreve a desmentirlas con su conducta?

Siendo yo crítico novel allá en Washington, me enteré de que se iba a estrenar, en la próxima temporada, el Cyrano de Rostand. Sería la primera temporada de presentación de la famosa obra en los Estados Unidos. El acontecimiento no podría ser más sonado. Me gasté todos mis ahorros en hacer un viaje a París, a ver al gran Coquelin en el papel de Cyrano. Brujuleé incansable por teatros y tertulias literarias, documentándome.

Llegó la noche del estreno en Washington. No quiero decir cómo me esmeré en la reseña. Tenía la seguridad de haber hecho algo bueno. Salió el periódico. ¡Nada! Como si no hubiera salido. En la redacción nadie me dijo esta boca es mía. ¡Ah! Pero por la tarde recibí una carta muy expresiva y encomiástica del director.

Ahí la tengo, delante de mí, en un marco, en la pared. Cuando levanto los ojos de estas cuartillas, la veo. Nadie es capaz de adivinar todo el valor y toda la confianza en mí mismo que me ha dado esa carta en los cuarenta y cinco años que tiene de fecha.

Todos necesitamos ser necesarios a alguien.

Todos queremos que se nos quiera y admire. Casi todos tratamos de cumplir nuestras obligaciones lo mejor posible. Pero ¿cómo saber que somos necesarios, que se nos quiere, que somos competentes, si nadie nos lo dice?

Son muy pocos los que no tienen que arrepentirse de haber dicho alguna palabra dura en la vida. No he conocido jamás a nadie que no se alegrase y enorgulleciese de las expresiones de afecto y de admiración que ha prodigado. Recuérdese siempre lo que me advirtió un chino amigo mío en cierta ocasión en que le dije no sé que cosa agradable: "Las flores dejan algo de su perfume en la mano que las ofrece".


Condensado de "This Week Magazine"